domingo, 2 de octubre de 2011

HISTORIA DE FICCIÓN BASADA EN LAS ANÉCDOTAS DE NUESTROS ABUELOS

Los inmigrantes
AUTORES:
   Arce, Camila.
   Jara, Evelin.
   Lopez Bassano, Fernando.
   Mazzeo, Anabella.
   Scelzi, Rocío.
   Seoane, Wendy.



     Era una noche fría y lúgubre en Sicilia. Gélidas y negras nubes se asomaban sobre el horizonte, acarreando con ellas un manto de sombra, que se extendía a gran velocidad sobre el verde paisaje. Merodear entre la sombra a aquellas horas de la noche no era una ocupación muy gratificante, pero servía para distraerse de las actividades, del trabajo, y sobre todo, del hambre.
     Hacía una hora que estaba sentada allí, caminando de un lado a otro, a las orilas del Río Alcántara, pensando qué pasaría. Hacía pocos meses que mi padre había regresado de la Guerra. La Segunda guerra, según había oído de la boca de mi madre, aunque nunca había escuchado hablar de una Primera.
     Por suerte la Segunda Guerra ya había terminado, y mi padre estaba de regreso en casa vivo, sano y salvo. En aquel momento consideré eso una bendición muy grande. Había escuchado de muchas personas que habían regresado sin un brazo, o sin una pierna, o peor aún, no habían regresado nunca, y sus cuerpos no habían sido encontrados. Siempre he considerado a la guerra como la peor plaga que ha azotado a la humanidad, capaz de destruir religiones, naciones, familias; el peor de todos los males.
     Hacía mucho frío, y la penumbra se había adueñado de las orillas del Río, por lo que decidí regresar a casa, tal vez tendría suerte y mi madre habría cocinado algo. Comencé a caminar hacia la casa, cruzando la espesa niebla que cubría la ciudad aquella noche, hasta llegar a la seguridad de mi hogar.

     Encontré a mi madre en la cocina, sentada a la mesa con la cabeza gacha, como si estuviera llorando, pero al cabo de unos segundos de minuciosa inspección me dí cuenta de que, en realidad, estaba escribiendo una carta. Era algo inusual en mi madre escribir, por lo que me pregunté a quién iría dirigida la carta, no teníamos familia, o al menos que yo conociera. El único hermano de mi madre, Aurelio, había muerto en la Guerra, destrozado por una mina. Solo se encontró uno de los brazos de Aurelio, lo que no fue suficiente para saber con certeza que el brazo le pertenecía, pero al abrir sus fríos y engarrotados dedos se dio a conocer un resplandeciente reloj de oro, que llevaba en su interior una foto de mi abuela. Con eso había desaparecido el último pariente que teníamos.


     Mi madre siguió escribiendo, sin levantar la cabeza más que para mojar la pluma en el tintero, y hasta no haber terminado la carta no se percató de que la estaba observando. Al verme dio un respingo, se paró y se limpió las manos sudadas en el delantal que traía puesto, acariciando suavemente su prominente panza de embarazada.
     -Hija- Me dijo dubitativa mientras caminaba hacia la cocina- No te había visto. La cena ya está lista.
     Tuve que contener las ganas de preguntar qué había preparado para cenar, ya que en ese momento era otro el pensamiento que ocupaba mi mente.
     -¿A quién le escribes?- Pregunté, fingiendo naturalidad, cuando en realidad me mataba la intriga.
     -Eso no te incumbe- Me respondió con tono severo- Pero aún así te lo diré, de todos modos te enterarías muy pronto. Con tu padre hemos decidido mudarnos a Argentina, así que le escribí una carta a su primo, Cecilio, para pedirle hospedaje.
     -¿A Argentina? Pensé que no teníamos más parientes, desde que murió el tío Aurelio. -No lograba concretar mis pensamientos, no quería venir a vivir a Argentina, y mucho menos a hospedarme en la casa de unos extraños, por más que fueran mis familiares, nunca los había visto, y no los conocía.
     -No, tu padre aún tiene primos en Argentina- aseveró-. Se fueron a vivir allá hace muchos años, a una ciudad del centro del país, Olavarría –realizó una pausa, que se me antojó interminable-. Esto ya no puede seguir, Luisa –siguió  quejándose. Y sí que tenía razones para hacerlo-; la miseria no había sido gran problema hasta hace poco, pero no puedo traer a este hijo al medio de tanta pobreza. Tú y tus cinco hermanos pueden soportarlo por un tiempo, ya tienen edad suficiente, pero no el bebé. Ni siquiera tenemos espacio en dónde ponerlo.


Luisa con sus padres. En su casa en Sicilia.

     Eso era cierto, casi no entrábamos en la casa, y con la llegada de mi padre, el espacio se había reducido considerablemente. Nunca había pensado en el bebé en tal aspecto. Dónde lo pondríamos cuando naciera y cómo se llamaría no eran temas de discusión. Pensaba que eso ya estaba decidido y arreglado, pero al parecer no era así.
     -Mañana irás al centro y mandarás la carta. Esta es la cuarta que envío a Argentina, Luisa, ya todo está decidido, en cinco días partiremos hacia allá.
     No sabía qué decir, no quería alejarme de mi ciudad, de mis amigos, pero al parecer la decición ya estaba tomada. Solo pude proferir la pregunta más tonta que llegó a mi mente en ese momento.
     -¿Iremos en barco?
     -Claro, Luis a–se mofó mi madre-, ¿O acaso se te ocurre alguna otra manera de cruzar el océano? –hizo una pausa antes de seguir explicando- Llegaremos a Buenos Aires, al puerto, y una vez allí tomaremos el tren que nos llevará a Olavarría.
     Siempre había querido viajar en barco, pero nunca pensé que lo haría para desprenderme de todo lo que conocía y quería. Aún quedaba una pregunta por hacer.
     -¿Y cómo conseguiremos los boletos para viajar? No tenemos dinero ni para comer.
     -No digas eso, Luisa, que nunca te ha faltado la comida en el plato. Las cosas siempre fueron difíciles, y ahora están peores que nunca. Cecilio me envío algún dinero para pagar los boletos, pero no alcanza para pagarlos todos, solo tres. No es demasiado, pero es algo.
     De más estaba decír que no alcanzaba el dinero, en la familia éramos siete.
     -Así que tendremos que vender muchas cosas de las que tenemos- siguió mi madre- La mayoría, diría yo. De todos modos, no podríamos llevar todo en el barco, son muchos los muebles que tenemos, y que  una vez allá no vamos a necesitar.

Luisa con su padre, poco después de que él regresara de la Guerra.

     En ese momento pensé en todas las cosas de las que nos desprenderíamos para emprender ese viaje.  Todos los muebles, la casa, no era mucho, pero la mayoría de las cosas eran parte de la familia, y habían pertenecido a mis antepasados, el escritorio de mi abuelo, el espejo de plata de mi abuela, el reloj de oro de mi tío.
    El reloj...
    No pude evitar darme cuenta de que no quería que lo vendiesen, era el único recuerdo que quedaba de mi tío Aurelio. Quise seguir pensando en mi tío y en las posesiones de las cuales me tendría que desprender muy pronto, pero un sonido acalló mi meditación, el ruido de mi estómago, el ruido del hambre.
     Mi estómago se retorcía dentro de mí, gemía como no recordaba haberlo oido antes, pidiendo desesperado algo de comida.
     -¿Qué has preparado para cenar?- Le pregunté a mi madre, que se encontraba revolviendo fervientemente el contenido de una olla, como intentando acallar pensamientos no deseados que acudían a su mente sin ser llamados. Mi pregunta no la sacó de su lúcida ensoñación, por lo que me vi obligado a repetirla.
    -Sopa- dijo sin darse vuelta, y sin parar de revolver.
    -Igual que ayer- repliqué sin ánimo. Ya me estaba cansando de comer sopa. Está bien que es excelente para convatir el frío, pero tampoco para tomarla todas las noches.
     -Si, igual que ayer, y que antes de ayer también, Luisa. Yo también estoy cansada de comer sopa, y tallarines, y arroz, pero es lo que hay. Ya vendrán tiempos mejores. Tu padre trabaja ímprobamente para mejorar las cosas, pero cada vez están más difíciles. La crisis nos ha afectado mucho, hija, pero por lo menos estamos todos juntos. No sé si recuerdas cuando tu padre estaba en la guerra, eso era mucho peor.
     -Es cierto, lo siento- Expresé cuando en realidad no lo sentía, mientras bajaba un poco la cabeza en señal de arrepentimiento.
     -Ahora llama a tu padre y a tus hermanos, que vengan a comer de una vez, que la sopa se enfría.
     Eso mismo hice. No encontré a mi padre en la casa, así que agarré el candil que estaba sobre la mesa y salí al patio. Allí estaba, hachando leña. Ese invierno fue muy frío, uno de los más fríos que logro recordar, así que necesitábamos mucha leña, para calentar la casa. Cuando mi padre se dio cuenta de que lo estaba observando, agarró los pedazos de leña que había hachado y salío del manto de oscuridad en el que estaba inmerso. No teníamos luz, así que utilizabamos velas para iluminarnos.
     -Entra, pá- Le dije aunque él ya estaba caminando hacia la casa- La cena ya está lista.
     -Ya era hora- Respondió exhausto.- ¿Qué es lo que ha preparado tu madre?
     -Sopa
     Pude leer en su en su expresión los mismos pensamientos que yo había tenido, y que había expresado a mi madre. “Otra vez sopa”

Luisa, en su casa en Sicilia.

     Entramos. La diferencia de temperatura entre el exterior y el interior de la casa era casi inexistente, y si había alguno, era porque adentro hacía más frío que afuera. El techo de chapa enfríaba mucho el ambiente, y el hecho de que no estuviera perfectamente agarrado a la pared empeoraba inmensamente la situación. Se tardaba mucho en calentar la casa con simple leña, y lo peor era que mi padre esperaba hasta esas horas de la noche para salir a hachar.
     Una vez que mis cuatro hermanos hubieron llegado, la cena comenzó. Y así como había empezado terminó. Las comidas eran muy rápidas, y las raciones, más que escasas.
     Todos nos fuimos a la cama, casi corriendo, para no detenernos a pensar en que nos habíamos quedado con ganas de seguir comiendo.
     La noche pasó rápidamente, y amaneció. Uno de los últimos días que pasaría en mi hogar había comenzado.
     El día estaba gris, corrí las cortinas y pude apreciar el lóbrego paisaje, que pronto no volvería a ver. Caminé con pasos dubitativos y soñolientos hacia la cocina, donde mi madre ya tenía listo el desayuno. Tratando de mantener los ojos abiertos, la saludé y me senté a la mesa. Tenía en frente de mi una taza de té, y dos tostadas con manteca. Llevé la taza a mis labios, mientras observaba a mi madre.
     Caminaba de un lado al otro, impaciente, sosegada, seguramente pensando en los inexorables hechos que el destino nos tenía reservados. Ella, al igual que yo había nacido en esa casa, que perteneció algún día a sus padres. Yo sabía que no quería desprenderse del único lugar al que podíamos llamar hogar, pero al parecer no había otra opción.
     Terminé de desayunar. El silencio inundaba la sala, interrumpido únicamente por el constante y mecánico sonido del reloj. Tic, tac. El sonido del tiempo parecía hacerse cada vez más lento, menos rígido. No pude evitar mover la cabeza para mirar qué hora era. Las diez de la mañana.

Luisa con su padre y su madre, poco antes de partir hacia Argentina. La madre muestra su panza de embarazada.

     Esa tarde el frío no azotó la ciudad, pero una helada brisa acariciaba al pueblo, y los árboles bailaban al compás del viento, acompañados por aquel movimiento ondulatorio tan característico en el agua del río. Allí era donde pasaba la mayor parte de las tardes, vagando en las orillas del río, observando el revoloteo de las aves bajo un manto oscuro y gélido de negras nubes. También solía acompañar a mi madre en la casa, escuchando la radio -una novedad en esa época- mientras mi padre trabajaba. No estaba enterado cuál era el trabajo de mi padre, eran temas que casi nunca se discutían en la familia. La comunicación con mi padre era escasa y deficiente, pero con mi madre nos llevabamos más que bien.
     La tarde terminó rápido, y la noche llegó precozmente. El tiempo comenzó a fluir con más dinamismo, y la inexorable partida se acercaba. La casa se veía cada vez más vacía y triste a medida que iban vendiendo las cosas. Los espacios polvorientos reultantes de la partida de las posesiones de mi familia invocaban recuerdos preciosos, de mi niñez, aquella época en que todo era más fácil, cuando la realidad se confundía con la imaginación y la razón con la inocencia y la incredulidad.
     Ese era el último día en nuestro hogar,la mañana siguiente partiríamos.
    
     A primera hora, nos levantamos y salimos de la casa apresurados, acarreando las pocas valijas, viejas y harapientas que nos habían quedado. Comenzamos a caminar, a los pocos pasos, miré hacia atras, vi la casa a través de las lagrimas, y me despedí.
     El puerto no estaba demasiado lejos, así que llegamos rápido. Enormes barcos se elevaban ante nosotros, y a lo lejos de oía el sonido de los barcos que ya habían zarpado hacia nuevas tierras, repletas de posibilidades, y felicidad.

Descenso del tren, en el puerto de Buenos Aires.
    
     Compramos el boleto y subimos al barco. Estaba repleto, las personas se amontonaban insalubremente una sobre la otra. Tal vez era otra la expectativa que había tenido de mi primer viaje en barco. Mientras miraba a una mujer que estaba en el suelo, tapada con una manta, al parecer descansando, el barco zarpó. No me imaginaba lo que podría deparar el largo viaje a nuestro nuevo hogar. Logramos instalarnos en un pequeño lugar entre una mujer que daba de mamar a su hijo recién nacido y un hombre viejo con barba blanca y saco marrón claro. Nos sentamos en el piso, puesto que no se habían dispuesto sillas, ni nada por el estilo para aminorar la incomodidad del viaje. Aún así, me tiré sobre una manta que mi madre había tendido sobre la helada madera y me quedé dormida. Cuando desperté, ya estaba oscureciendo.
     Estaba aburrida, así que decidí ir a dar una vuelta al rededor del barco. Cada vez que miraba hacia algún lado, alguien estaba tirado en el piso, sentado, o incluso algunos acostados sobre el suelo, tosiendo, o mirando inertes e inexpresivos el cielo. Al notar mi evidente reacción de sorpresa ante esta infausta situación, un hombre se acercó a mi. Era el hombre viejo con el harapiento traje marrón claro. Era alto, y fornido. Caminó lentamente hacia mí, casi con aire acechante, con las manos en los bolsillos, sin pensar en el hecho de que sus manos se veían a través de la tela de todos modos.
    -Pobre gente- Dijo por fin- Es la fiebre amarilla, ha estado azotando a la tripulación de este barco.
    -¿Fiebre amarilla?- Pregunté. Nunca había oido hablar de nada igual.
    -Sí, ataca sobre todo a los niños pequeños y a las embarazadas. Es por la insalubridad de este barco.
    -¿Qué le pasa a estas personas por la fiebre amarilla? –quise saber.
     -Mueren, tan simple como eso. Es inútil luchar, una vez que ya se han infectado, no hay esperanzas de que sobrevivan. Si se han puesto amarillos, efectivamente morirán.
     La conversación no duró mucho con el hombre del saco marrón, me contó que se dirigía a San Luis, una provincia argentina, donde tenía sus hijos, y sin poder desterrar de mis pensamientos a la fiebre amarilla, le conté mi historia. Luego, me alejé.
     Las horas pasaban, cada vez más lentas, y los días como si fueran meses. Cada día había más gente en el suelo, con su típica expresión amarillenta en el rostro, vomitando, tosiendo, agonizando . Todos los días se arrojaban al agua decenas de cuerpos sin vida a la espesura del océano. Nunca había visto algo de esa índole, sin embargo no lograba importarme. Las largas noches durmiendo sobre la gélida madera cubierta por la manta de mi madre me habían afectado bastante. Ya no daba importancia a nada de lo que acontaciera en aquel condenado barco, hasta que mi madre enfermó.
     Con el correr de los días, su piel se ponía pálida, para luego convertirse en amarilla. Solo entonces logré comprender el origen del nombre de aquella enfermedad. Mi madre ya no hablaba, solo se acostaba en el piso, y dormía. Esporádicamente se levantaba para vomitar lo poco que había logrado comer. Era una más de los condenados. Yo lo sabía, mi madre iba a morir, y con ella, se iría mi hermano. Su cuerpo iría a parar al mar, era obvio. No se podría conservar en el barco un cadaver durante todo el tiempo que restaba de viaje. No volvería a verla.
    
     -Prométeme algo, Luisa- Dijo mi madre casi sin voz.
     Yo asentí con un movimiento de cabeza, no lograba articular una sola palabra, el frío no me lo permitía.
     -Prométeme que cuidarás a tus hermanos y les darás lo que tu padre y yo nunca pudimos.
     -Te lo prometo- Le respondí, llorando.

     Eso fue lo último que logró decir mi madre, luego, sus ojos se cerraron, y el brillo se apagó, como la llama de una vela a la intemperie, bajo ese abrumador frío que nos había abrigado ya por seis noches. No volví a verla, a oírla, ni a sentirla. La fiebre se había llevado su risa, y la inmensidad del mar había recibido su cuerpo sin vida.
     Llegamos a Buenos Aires luego de dos noches más, devastados por la muerte de mi madre, y de mi hermano. El puerto se veía a lo lejos, casi desierto, mientras el barco recorría los últimos metros que faltaban por el Río de la Plata. Por fin se detuvo, y bajamos.
     Caminamos hasta la estación del tren que nos llevaría a nuestro destino final; Olavarría. El viaje fue mucho mejor que el que habíamos realizado en el barco. No había personas agonizantes en el suelo, y teníamos dónde sentarnos. Dormí durante parte del viaje, acomodándome como pude en una de las sillas viejas y desvensijadas. Cuando desperté, ya estabamos cerca de arrivar. Solo media hora más hizo falta para que estuvieramos en Olavarría. Cuando el tren detuvo su imponente marcha, bajamos. 

Descenso del tren, en Olavarría.

     Mi padre casi no había hablado desde la fatídica tarde en la que mi madre perdió la vida, pero por primera vez, se las arregló para articular una frase.
     -Vengan, vamos a lo de Cecilio.
     Caminamos por dos horas hasta llegar a la casa de mi tío. No era en realidad mi tío, pero me gustaba llamarlo así, nunca había tenído un tío, y era divertido tener uno por primera vez.
     Se encontraba en el campo, debimos pasar varios kilómetros de caminos desiertos y abandonados, para llegar a la casa de Cecilio. Era una casa bastante chica, rodeada de verdes terrenos, rebosantes de vida y color.
     Cecilio nos estaba esperando en la puerta, mientras miraba con extrañeza el espacio vacío entre mi padre y yo, donde debería haber estado mi madre.
     -Pensé que vendrías con tu esposa, Juan- Fue lo primero que dijo.
     -Ella murió- Le respondió mi padre consternado.
     Nos miró a todos, y nos dedicó una sonrisa un tanto torcida, a modo de bienvenida y de pésame al mismo tiempo.
     -Pasen, ya he preparado todo.
     -Gracias- Dijo mi padre y por fin entramos a la casa.
     Entramos en la casa, y desempacamos. Dormir, era lo único que ansiaba fervientemente, y así lo hice. Desperté algunas horas más tarde, alterada. Había soñado con mi madre.
    
     Mi tío se dedicaba a la agricultura, sembrando hortalizas en la pequeña huerta que se encontraba atrás de la casa. Trbajabamos ímprobamente para ayudarlo.
     -Debemos ganarnos la estadía y la amabilidad de Cecilio- solía decir mi padre.
     Tal vez era cierto, pero el trabajo nos estaba consumiendo.
     La huerta creció mucho con nuestra llegada, y las cosas estaban mejor que en nuestra antigua casa, pero para ello trabajamos durante día y noche por cinco años, bajo el abrumador sol del verano y los gélidos inviernos. Sembrabamos desde zanahorias hasta pepinos y ajos. Pasabamos tardes enteras en esa huerta, cabando, sembrando, regando, y cosechando. Mi tío se encargaba de venderlas, aunque nunca supe con certeza cuál era su papel en el negocio de las hortalizas. Supuse que se encargaba de venderlas a los comerciantes minoristas. Alguien debía hacerlo, y mi padre no lo hacía.

La granja de hortalizas de Cecilio, una vez que Luisa y su familia comenzaron a trabajar en ella.

     Muchas veces tomabamos un descanso  a mitad de la tarde, saliendo a caminar por los alrededores. Era muy extraño encontrar a alguna persona rondar por el lugar, ya que ninguna casa estaba situada a menos de un kilometro de distancia de la granja. Aún así, un día mientras caminaba, encontré en el camino un bello joven, que parecía estar haciendo lo mismo que yo. Llevaba puesto un par de pantalones vaqueros, bajo el cual escondía los extremos de su americana verde, que llevaba arremangada hasta los codos. Ma ecerqué a el.
     -Buenas tardes- Le dije limpiándome las manos manchadas de tierra y sudor en el delantal que usaba en la granja.
     -Hola- Respondió sonriendo, con un leve acento campirano. Evidentemente él tampoco estaba acostumbrado a ver mucha gente por allí.
     -Soy Luisa- Me presenté, tendiéndole mi mano.
     -Un gusto. -Dijo el, estrechándola- Soy Abel.
     La conversación fluyó rápidamente, sin saber que estaba hablando con la persona que me acompañaría el resto de mi vida. Decidimos ir a la granja a tomar mates. Aún no me acostumbraba demasiado a esa bebida tradicional argentina. Seguía prefiriendo el té, que tanto me recordaba a las mañanas que pasaba junto a mi madre, mirándola zurcir.
     Día a día, Abel y yo pasabamos más tiempo juntos, en la granja, o en su casa que se encontraba a poco más de un kilómetro. Con los años, nos enamoramos, y decidimos casarnos. Debíamos ahorrar dinero para comprar una casa e independizarnos de mi tío. Para ese entonces yo ya tenía la edad suficiente como para desligarme de mi padre y crear mi propia familia, pero no teníamos mucho dinero, solo el que había juntado luego de tantos años de arduo trabajo en el cultivo de las hortalizas.
     Con la ayuda de mi padre y de la madre de Abel, pudimos ahorrar el dinero necesario para comprar una precaria casa en los límites de Olavarría, donde nos instalamos con la esperanza de poder casarnos algún día.

     El día que me fui de la casa de Cecilio, mi padre me dijo que debía decirme algo. No me imaginaba qué podría ser, pero en ese momento invadió mi mente el recuerdo de mi madre agonizante, y sus últimas palabras. Había sido fiel a mi promesa.
     Mi padre me estaba esperando, así que me reuní con él afuera de la granja.
     -Debo darte algo, hija.- La comunicación con mi padre seguía tan insulsa y vacía como cuando mi madre aún estaba viva.
     -Está bien- Dije, esperando que extendiera su mano, para poder irme de allí de una vez por todas.
     Así lo hizo. Metió su mano en el bolsillo y me extendió algo brillante, de oro. El objeto me parecía muy conocido, pero no podía reconocerlo. Luego de unos segundos de mirarlo, mi padre alzó su otra mano y lo abrió. Apareció la foto de una anciana, mi abuela. Y del otro lado, un reloj.
     El reloj de Aurelio...    
     Lo tomé, sin poder articular ni siquiera una pregunta. Pero mi padre la respondió de todos modos.
     -Me lo dio tu madre, antes de morir. Me dijo que te lo dé el dia que lo necesitaras. Y hoy es ese día, creo yo. Quiero que lleves contigo una de las únicas cosas que han quedado de ella, además de su recuerdo, que te acompañará por siempre.
     Luego partí, con mi futuro esposo, a nuestro nuevo hogar, donde algún día formaríamos una familia, tendríamos hijos y seríamos felices. Dos meses después nos casamos. No fue una ceremonia demasiado elaborada o costosa, de hecho la fiesta fue en mi casa, pero al menos logramos realizar nuestro sueño de estar juntos y tener hijos. Bettina nació luego de tres años, y Ernesto cinco años después.

     Hoy, siendo una anciana escribo esto sentada en mi hogar, rodeada de los logros que tanto nos costó obtener. Sosteniendo en mi mano el paso del tiempo, y observando la foto de mi abuela mientras una lágrima se escapa de mis ojos ante la presencia de tan hermosos recuerdos, que perdurarán por siempre en mi memoria.
    Por siempre.



Fin




                                       Luis con Adelina    
Los nombres de los epígrafes no coinciden con los de la historia real , puesto que, en la ficción, Luis está representado por el personaje de Luisa.

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