lunes, 5 de agosto de 2013

Textos que nos invitan a reflexionar sobre la Discriminación y la realidad de muchos niños y jóvenes

A partir de la lectura del cuento de Esteban Valentino "Perros de Nadie", surgió esta historia, escrita por Ileana Pozzi:




COMO CIGARRILLOS SOBRE NUESTROS PULMONES

Soy escritor. Me siento a escribir en mi máquina en este pequeño escritorio frente a la ventana desde hace ocho años. Aquellos eran tiempos diferentes. Diecinueve años, habiendo pisado la cárcel dos veces por motivos erróneos, una profesora que me ofreció una oportunidad, la madurez que me golpeó en la cara como una epifanía.

Permítanme presentarme. Me llaman Bardo, nombre que surgió de un ámbito que ya no piso. Tengo veintisiete años. Buenos Aires. Y soy quien soy ahora porque me construí.

A los diecinueve, una profesora muy bonita de lentes rectangulares y voz angelical me despertó del sueño difuso y sin sentido en el que estaba sumido en aquel entonces y me ayudó a construir quien soy hoy. No he encontrado a otra profesora que se interesara tanto por los chicos. Ni nuestros propios padres lo han hecho.

Por ella conocí la escritura y los Rolling Stones, me enteré de que en cualquier momento era capaz de cambiar el curso de mi vida y que estaba en todo mi derecho de hacerlo. Por todas esas sensaciones que ese descubrimiento desencadenó en mí, me mudé a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, más específicamente, a este pequeño departamento de tres habitaciones y puertas, suelos y ventanas rechinantes. Me gusta. Nunca me imaginé en un lugar así.

A pesar de que consigo trabajos cada tanto, para artículos de revistas no muy conocidas y alguna que otra vez en el diario, logro mantener este lugar en pie y salir cada tanto a un bar cercano.

Es difícil ganarse la vida siendo escritor. A menos que seas una leyenda como Charles Dickens o J.K. Rowling, te quedas como yo, pagando más gastos a la editora que ganando por las compras de tus libros (he publicado dos: “Bajo la marea” y “Amigo es el que se queda”). He escrito cientos de historias. Miles, quizá. Historias muy largas, relatos surrealistas, sinfines de escenas cortas al azar. Pero por ahora me las apaño casi por arte de magia. Ofertas que gotean de la nada y cada tanto, pero con la frecuencia necesaria como para que no pierda mi departamento.

Solía trabajar para un diario; allí conocí a una novia, que me llevó a escribir poesía extraña y escenas baratas, que me enseñó que las mujeres tienen la misma sed que los hombres y son igual de tramposas también. Incluso mejor. Pero no fue por ser mejor que ella que la descubrí en el baño de una cafetería dándole amor a alguien más, sino porque el karma es real y esta vez cayó sobre ella en forma de una desafortunada casualidad. No alcanzó a importarme lo suficiente como para lamentarlo, pero trabajar con ella se volvió tan lleno de silencios incómodos y miradas extrañas que, por amor a mi integridad, renuncié.



Siempre tengo una taza de café al lado de mi máquina de escribir. Podría decirse que es mi compañía. Atrás de la máquina hay cinco o seis tazas sucias que al terminar me dispongo a limpiar. Bebo un sorbo y miro abajo por la ventana. Camila está pasando justo por debajo. Levanta la vista para ver si por casualidad estoy aquí, me saluda y le devuelvo el gesto.



Cami tiene quince años, es mi vecina y a menudo nos cruzamos al entrar, al salir, en el kiosco de al lado y en una despensa cercana. Terminamos siendo amigos.

Por alguna razón, he desecado toda prosa y poesía que he escrito sobre ella. No se siente correcto. No puedo usarla como musa. Hay un sabor inmoral en la forma en que detallo sus mejillas rosadas acariciadas por el frío de junio o su piel, que parece de porcelana. No debería haber razón, pues escribo sobre todo, en especial la belleza de las cosas. Puedo escribir sobre el blanco del cielo que está sobre su cabeza pero no sobre sus labios rojos o la inocencia de sus gestos.

En ocasiones, al acompañarla hasta su casa desde la despensa en alguna noche, había algo en el silencio que me incomodaba; sus pasos sonando muy cerca de los míos, mi campera en sus hombros porque no llevaba nada más que una remera.

Cami es una chica linda. Es divertida y simpática; de haberla conocido cuando tenía su edad, probablemente me hubiera gustado. Y como todo escritor, mi imaginación vuela. Y a veces vuela demasiado.



Bebí otro sorbo de café contemplando la hoja en la máquina cuando sonó el timbre, y para mi sorpresa, era Cami, como si mis pensamientos la hubiesen llamado.

— ¡Bardo! —saludó— Estoy haciendo galletitas, y me faltan tres huevos, ¿no tendrás alguno?

—Seguro. Me fijo—contesté, intentando igualar su jovialidad. Aún pensaba en lo último que había escrito.

—Cuando estén listas te traigo algunas—añadió, siguiendo mis pasos hasta la heladera.

— ¡Más te vale!

Abrí la heladera. Dos cervezas. Una tarta pre-hecha. Jamón, queso. Seis huevos. Tomé tres de ellos y los envolví en papel de diario.

Mientras lo hacía, ella tomó sin más uno de mis cigarrillos y lo encendió. Se dirigió al sofá y acomodó sus pies sobre la mesita.

—Ya te dije que cada cigarrillo que fumes va a recaer sobre tus pulmones cuando seas grande—le advertí, dejando los huevos en la mesada y dirigiéndome hacia ella. Parecía no importarle, incluso me pareció advertir un destello de diversión en su expresión. Me acerqué a ella y la miré. Sopló el humo en mi cara. Le quité el cigarro de la boca, y comencé a fumarlo yo.

— ¿Y no va a recaer sobre los tuyos también?

—Tenés que tomar mejores decisiones que yo—contesté, dando otra pitada y deshaciéndome del exceso de ceniza en el cenicero sobre la mesita. Ella me dirigió una mirada cargada de significado, que no supe descifrar. Se paró y siguió mirándome igual. Intentó quitarme el cigarrillo con un movimiento rápido pero alejé mi mano con mayor rapidez, de modo que quedó fuera de su alcance, debido a la diferencia de altura.

Insatisfecha, y tomándome completamente por sorpresa, me besó. Casi instintivamente, le devolví el gesto sin oponer la menor resistencia. Mi brazo bajó, dejando ahora el cigarrillo a su alcance, el cual tomó, ingeniosa, y luego de dar una pitada sopló el humo nuevamente en mi cara. Sólo que esta vez volvió a besarme.

Lo que puedo detallar de los minutos siguientes es que sus acciones se volvieron más impulsivas, y una cosa llevó a la otra, hasta que fue la cama la única que sostuvo nuestra controversia.

Desde aquella tarde, Cami comenzó a visitarme más seguido. Durante el siguiente mes, comenzamos a vernos más o menos día por medio, sumando miradas raras de vecinas de los departamentos de al lado cada vez que me veían hacerla pasar, que luego se intercambiaban entre ellas acompañadas por cuchicheos y miradas de preocupación. No puedo decir que me arrepiento, pero preví que seguramente ella sí, quizás por ser consciente a cierto nivel de las consecuencias que, por supuesto, conllevarían mis acciones.





Estábamos fumando y riendo en la cama acompañados de unas cervezas. Ella había llegado después de la escuela y había ido directo a tirarse en la cama. Habíamos estado un buen rato charlando hasta que oscureció, y ninguno se molestó en encender las luces. Yo pensaba que aún la veía como mi vecinita, como la chica de quince años que era. Ella exhaló el humo del cigarrillo que compartíamos un par de veces, y luego se inclinó sobre mí, dándome un beso rápido. Luego me pasó el cigarrillo.

Se sentó y su rostro quedó iluminado por las luces de la ciudad que provenían de afuera. Me observó unos segundos, cuando repentinamente algo en su expresión se desmoronó y corrió al baño, donde la escuché vomitar. Pasmado, la seguí, para encontrada arrodillada y encorvada sobre el inodoro, sosteniendo su cabello para no mancharlo.

— ¿Qué mierda? —exclamó, cansada.

— ¿Tomaste demasiada cerveza?

—No lo sé…no tengo noción de cuánto tomo—pausó—. Pero no puede ser demasiado, ¿verdad?

De pronto, la más espeluznante idea cruzó mi cabeza, y cruzó la de ella también, pues pude verlo en su expresión.

—Decime que no es cierto.

—Quiero creer que no.

— ¡Pero si he estado tomando pastillas todas y cada una de las veces antes de venir! —se quejó.

¿Estaba hablando en serio? ¿Cada vez antes de venir?

Eso era. Estaba perdido. Sus padres me matarían. Literalmente, su padre me destrozaría. Tendría que abandonar la ciudad. El rumor se esparciría y todos los vecinos comenzarían a verme con mala cara. Y me lo merecía. No podía mantener ni mi propia ética, ¿y se suponía que debía mantener a alguien más?

Sin poder decirle nada, me alejé y volví a la habitación. Observé nuestra ropa tirada en el suelo. El cenicero en la cama. Las cervezas. Todo ello estaba mal.

Encendí un nuevo cigarrillo y me senté frente a esta vieja máquina de escribir. Aún escucho a Cami en el baño. Como los cigarrillos sobre nuestros pulmones, cuando decida salir, todo recaerá sobre mí.



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